¿Qué hago yo explicando esto? ¿Qué hago sabiéndolo, incluso?
Desde luego, cuando pensaba en cosas que sería “de mayor”, pensaba en muchas,
pero nunca me imaginé siquiera que un día podría estar diciendo esto: soy
radiactiva. Una batallita más que contar a los nietos. La vida te sorprende
siempre, pero mucho más a partir de los 40. Al menos, en mi caso. Un tumor
cerebral (benigno), un hijo y un cáncer en los últimos seis años. Por este
orden. Nada menos. Pero no me quejo. Aquí estoy, contándolo… y más viva que
nunca.
Porque de eso se trata, y por eso escribo esto. Ya lo viví,
hace seis años, con el tumor cerebral. Una avalancha de cariño y energía que me
acompañó durante los meses que duró la historia y que me hizo salir de ella más
fuerte que nunca. Pero ahora lo estoy volviendo a comprobar. Tengo mucha
suerte, mucha gente que me quiere y que está pendiente de mi estos días, mucha
más de la que merezco, seguro. Porque con la radiactividad han llegado también
los mensajes y llamadas que no cesan, que me llenan de cariño y energía cada
día. Tengo un taco de libros por leer y un ordenador con series preparadas para
engancharme, pero hasta ahora apenas he empezado con unos ni con otras porque
no he tenido tiempo. No paro de recibir y contestar llamadas y whatsapps. No
puedo sentirme más arropada, querida y agradecida.
Amigos, familia, amigos que son familia, compañeros que no
son amigos pero que resulta que te tienen cariño, gente a la que hace un siglo
que no ves o de la que no sabías nada y se ha enterado… es alucinante la
cantidad de energía positiva que te llega de unos y otros. Una amiga te manda
música todos los días, otra te lee fragmentos de libros preciosos que ni
conocías, otro amigo te hace una lista de series y películas para ver en el
encierro, otros te mandan fotos de lo que hacen para compartirlo contigo… No
hay tiempo para el aburrimiento en este encierro marciano. Tampoco para la
queja, desde luego.
Quizá tenga algo que ver que la palabra impresiona. Y eso
que el mío es de los “buenos”. Decir cáncer asusta. A mí me asustó cuando me lo
dijeron. Y soy consciente de que asusté al contarlo a quienes me quieren. Pero
nunca la he disfrazado, no he utilizado eufemismos para referirme a ello. No
quiero. Y creo que es importante no hacerlo. El cáncer nos invade. Es un hecho.
Y una tragedia, pero es así. No va a desaparecer porque no lo nombremos. El
cáncer existe y, antes o después, nos va a tocar sufrirlo de cerca, a uno mismo
o a alguien cercano. A mí se me han muerto tres amigos en los últimos dos años.
Los tres con cuarenta y pocos años. Estamos en edad, de eso no hay duda. Aunque
no estemos preparados para ello.
En mi caso quizá es más fácil afrontarlo que en otros tipos de cáncer, y contarlo abiertamente. Yo tengo suerte. Recuerdo cada día las palabras de mi endocrina
cuando me comunicó la noticia. “Es un cáncer, sí, pero no te preocupes, que es
de los pequeños… es un cáncer de tercera regional. Si a todos nos va a tocar
uno en la vida, yo levanto la mano y me pido este”. Salí de su consulta hasta
dando las gracias porque me hubiera tocado este. “Un cáncer de tiroides, qué
bien, menos mal…”. Lo de mi endocrina sí es positivizar, lo demás son
tonterías.
No es fácil que te hablen de cáncer y se refieran a ti. Es
algo que está ahí, vivimos con ello, pero no va contigo. Existe, pero no te
toca… hasta que te toca. Y entonces sí, la palabra cáncer impresiona. Aunque
sea uno de tercera regional. Cuando te la dicen mirándote a los ojos, cuando la
ves escrita ahí delante… impresiona y asusta. Por eso creo que hay que decirla
más, porque nombrar las cosas que nos dan miedo es el primer paso para dejar de
sentirlo. A mí, al menos, me ocurre eso. No hablar de ello o buscar otras
palabras para referirse a la enfermedad (como “el bicho”, yo también lo he
usado algunas veces) es tan humano y tan legítimo como sentir ese miedo. Pero creo
que hay que intentar superarlo.
Y cómo no hacerlo con tanta energía positiva alrededor… El
cáncer genera una red de apoyo tan grande hacia el que lo padece (no sólo en mi
caso, en otros que he tenido cerca ocurrió lo mismo) que si de ello dependiera
la curación, seguro que el 90% de los enfermos se curarían.
En mi caso, el tratamiento consiste en convertirte en
radiactiva por un tiempo y en estar aislada mientras dure esa radiactividad en
tu cuerpo. Pero tengo suerte, repito. La radiactividad no duele, no se ve, no
genera apenas efectos secundarios… es mucho más llevadera que una quimio o una
radio. Sabes que tienes toda esa carga tóxica en tu cuerpo y no tiene gracia,
pero desde el momento en que te la meten, tu trabajo consiste en ir
eliminándola día tras día. Mi trabajo consiste en beber y orinar, básicamente,
porque así es como se elimina. No es muy duro, si lo comparamos con todos los
efectos que genera, por ejemplo, la quimioterapia.
Estar aislado es extraño, eso sí. Sobre todo, estar aislado
del mundo sin encontrarte mal. Tener que vivir lejos de tu pareja y de tu hijo
(tan pequeño que todavía no puedes ni explicarle…). Tener que mantenerte a una
distancia prudencial (al menos dos metros) de cualquier persona. No tocar, no
abrazar, no besar, no acercarte demasiado. Evitar a toda costa cruzarme con
niños o mujeres embarazadas. La experiencia de ser radiactiva está siendo, sobre
todo, surreal.
Todos somos un poco radiactivos, por cierto. Esto es algo
que yo no sabía, hasta que me lo explicó la física que vino a medirme el otro
día. Le pregunté cuándo calculaba que podría bajar mis niveles de radiactividad
a cero, para poder irme tranquila a casa a abrazar a mi hijo. Me contestó: “la
radiactividad cero no existe”. Resulta que todos llevamos algo de radiactividad
en el cuerpo, unos más que otros dependiendo del tipo de vida que hagamos. Y de
dónde vivamos. Por ejemplo, la sierra noroeste de Madrid es muy granítica, lo
que supone una fuente importante de radón, un gas radiactivo. Te mudas a la sierra
para respirar aire puro y, de paso, te llevas una curiosa carga de radón para
el cuerpo. Qué cosas…
Soy radiactiva, pero en unos días dejaré de serlo. El cáncer
habrá desaparecido de mi cuerpo hasta más ver (hasta nunca, espero, que de eso
se trata). Y en el camino me llevo una nueva experiencia: unas semanas de
aislamiento forzoso con las que no contaba y en las que estoy volviendo a darme
cuenta de lo realmente importante de todo esto. Estoy viva, quiero y me
quieren. No hay más. Tengo cáncer, pero sobre todo, tengo suerte. Curiosos los
caminos que la vida encuentra, a veces, para pararte y recordarte lo
importante.