jueves, 30 de enero de 2020

SOY RADIACTIVA

Soy radiactiva. No es metafórico, es real. Literal. Soy radiactiva desde hace cuatro días, emito radiactividad igual que una bombilla emite luz. De hecho, según el radiólogo, soy eso: una bombilla. Es la explicación más gráfica que te pueden dar para explicarte lo que tú, después, explicarás a todos los que te preguntan: que no contagias, que no vas dejando la radiactividad por ahí a tu paso. La bombilla emite luz cuando estás cerca, pero si te alejas ya no te llega, y cuando te vas no te llevas esa luz contigo. Pues con la radiactividad pasa lo mismo. La emites si alguien está muy cerca, pero no se la “contagias”.

¿Qué hago yo explicando esto? ¿Qué hago sabiéndolo, incluso? Desde luego, cuando pensaba en cosas que sería “de mayor”, pensaba en muchas, pero nunca me imaginé siquiera que un día podría estar diciendo esto: soy radiactiva. Una batallita más que contar a los nietos. La vida te sorprende siempre, pero mucho más a partir de los 40. Al menos, en mi caso. Un tumor cerebral (benigno), un hijo y un cáncer en los últimos seis años. Por este orden. Nada menos. Pero no me quejo. Aquí estoy, contándolo… y más viva que nunca.

Porque de eso se trata, y por eso escribo esto. Ya lo viví, hace seis años, con el tumor cerebral. Una avalancha de cariño y energía que me acompañó durante los meses que duró la historia y que me hizo salir de ella más fuerte que nunca. Pero ahora lo estoy volviendo a comprobar. Tengo mucha suerte, mucha gente que me quiere y que está pendiente de mi estos días, mucha más de la que merezco, seguro. Porque con la radiactividad han llegado también los mensajes y llamadas que no cesan, que me llenan de cariño y energía cada día. Tengo un taco de libros por leer y un ordenador con series preparadas para engancharme, pero hasta ahora apenas he empezado con unos ni con otras porque no he tenido tiempo. No paro de recibir y contestar llamadas y whatsapps. No puedo sentirme más arropada, querida y agradecida.

Amigos, familia, amigos que son familia, compañeros que no son amigos pero que resulta que te tienen cariño, gente a la que hace un siglo que no ves o de la que no sabías nada y se ha enterado… es alucinante la cantidad de energía positiva que te llega de unos y otros. Una amiga te manda música todos los días, otra te lee fragmentos de libros preciosos que ni conocías, otro amigo te hace una lista de series y películas para ver en el encierro, otros te mandan fotos de lo que hacen para compartirlo contigo… No hay tiempo para el aburrimiento en este encierro marciano. Tampoco para la queja, desde luego.

Quizá tenga algo que ver que la palabra impresiona. Y eso que el mío es de los “buenos”. Decir cáncer asusta. A mí me asustó cuando me lo dijeron. Y soy consciente de que asusté al contarlo a quienes me quieren. Pero nunca la he disfrazado, no he utilizado eufemismos para referirme a ello. No quiero. Y creo que es importante no hacerlo. El cáncer nos invade. Es un hecho. Y una tragedia, pero es así. No va a desaparecer porque no lo nombremos. El cáncer existe y, antes o después, nos va a tocar sufrirlo de cerca, a uno mismo o a alguien cercano. A mí se me han muerto tres amigos en los últimos dos años. Los tres con cuarenta y pocos años. Estamos en edad, de eso no hay duda. Aunque no estemos preparados para ello.

En mi caso quizá es más fácil afrontarlo que en otros tipos de cáncer, y contarlo abiertamente. Yo tengo suerte. Recuerdo cada día las palabras de mi endocrina cuando me comunicó la noticia. “Es un cáncer, sí, pero no te preocupes, que es de los pequeños… es un cáncer de tercera regional. Si a todos nos va a tocar uno en la vida, yo levanto la mano y me pido este”. Salí de su consulta hasta dando las gracias porque me hubiera tocado este. “Un cáncer de tiroides, qué bien, menos mal…”. Lo de mi endocrina sí es positivizar, lo demás son tonterías. 

No es fácil que te hablen de cáncer y se refieran a ti. Es algo que está ahí, vivimos con ello, pero no va contigo. Existe, pero no te toca… hasta que te toca. Y entonces sí, la palabra cáncer impresiona. Aunque sea uno de tercera regional. Cuando te la dicen mirándote a los ojos, cuando la ves escrita ahí delante… impresiona y asusta. Por eso creo que hay que decirla más, porque nombrar las cosas que nos dan miedo es el primer paso para dejar de sentirlo. A mí, al menos, me ocurre eso. No hablar de ello o buscar otras palabras para referirse a la enfermedad (como “el bicho”, yo también lo he usado algunas veces) es tan humano y tan legítimo como sentir ese miedo. Pero creo que hay que intentar superarlo.

Y cómo no hacerlo con tanta energía positiva alrededor… El cáncer genera una red de apoyo tan grande hacia el que lo padece (no sólo en mi caso, en otros que he tenido cerca ocurrió lo mismo) que si de ello dependiera la curación, seguro que el 90% de los enfermos se curarían. 

En mi caso, el tratamiento consiste en convertirte en radiactiva por un tiempo y en estar aislada mientras dure esa radiactividad en tu cuerpo. Pero tengo suerte, repito. La radiactividad no duele, no se ve, no genera apenas efectos secundarios… es mucho más llevadera que una quimio o una radio. Sabes que tienes toda esa carga tóxica en tu cuerpo y no tiene gracia, pero desde el momento en que te la meten, tu trabajo consiste en ir eliminándola día tras día. Mi trabajo consiste en beber y orinar, básicamente, porque así es como se elimina. No es muy duro, si lo comparamos con todos los efectos que genera, por ejemplo, la quimioterapia.

Estar aislado es extraño, eso sí. Sobre todo, estar aislado del mundo sin encontrarte mal. Tener que vivir lejos de tu pareja y de tu hijo (tan pequeño que todavía no puedes ni explicarle…). Tener que mantenerte a una distancia prudencial (al menos dos metros) de cualquier persona. No tocar, no abrazar, no besar, no acercarte demasiado. Evitar a toda costa cruzarme con niños o mujeres embarazadas. La experiencia de ser radiactiva está siendo, sobre todo, surreal. 

Todos somos un poco radiactivos, por cierto. Esto es algo que yo no sabía, hasta que me lo explicó la física que vino a medirme el otro día. Le pregunté cuándo calculaba que podría bajar mis niveles de radiactividad a cero, para poder irme tranquila a casa a abrazar a mi hijo. Me contestó: “la radiactividad cero no existe”. Resulta que todos llevamos algo de radiactividad en el cuerpo, unos más que otros dependiendo del tipo de vida que hagamos. Y de dónde vivamos. Por ejemplo, la sierra noroeste de Madrid es muy granítica, lo que supone una fuente importante de radón, un gas radiactivo. Te mudas a la sierra para respirar aire puro y, de paso, te llevas una curiosa carga de radón para el cuerpo. Qué cosas…

Soy radiactiva, pero en unos días dejaré de serlo. El cáncer habrá desaparecido de mi cuerpo hasta más ver (hasta nunca, espero, que de eso se trata). Y en el camino me llevo una nueva experiencia: unas semanas de aislamiento forzoso con las que no contaba y en las que estoy volviendo a darme cuenta de lo realmente importante de todo esto. Estoy viva, quiero y me quieren. No hay más. Tengo cáncer, pero sobre todo, tengo suerte. Curiosos los caminos que la vida encuentra, a veces, para pararte y recordarte lo importante.